viernes, noviembre 09, 2012

Thebussem (XXIX)



La rebotica, José Jiménez Aranda (1882), colección particular (Madrid)

Cómo se acabó en Medina el Rosario de la Aurora,
por el Doctor Thebussem (VI)

El lector puede figurarse los comentos y ponderaciones del suceso que por más de una semana hizo el público medinés, corriendo la tragedia de boca en boca hasta llegar, corregida, estropeada y aumentada, a noticia de los pueblos circunvecinos. Los enfermos se curaron en ocho días; Alonso de Beas llevó por quince un cabestrillo a causa de la gran inflamación que le produjo su herida del brazo. El pueblo falló por unanimidad sobre tres puntos, a saber: que el toro autor del desastre fue el negro, de mala intención y pegajoso, lidiado en la tarde anterior, que, en vez de salir al campo, se hubo de quedar encerrado en las tortuosas callejuelas que iban desde la villa al alcázar, y que acometió al Rosario atraído por las luces de los faroles; que el caso de Juan Godínez, de no recibir daño de la fiera, fue indudablemente milagroso; y que la hazaña de Alonso de Beas, salvando el pendón y llamando al toro, excusó desgracias sin cuento, y hasta la misma muerte del corregidor.

Este lauro, este triunfo y esta satisfacción, no solamente contribuyeron para captarle muchas voluntades y proporcionarle muchas escrituras, sino que también ayudaron, más que todas las drogas de la farmacia, a calmar los dolores y a cicatrizar la herida del valeroso escribano.

Al revés sucedía con las del corregidor. La fluxión de la cara, los destrozos de la oreja y la pesadez en el cerebro, aun cuando no presentaban gravedad, se recrudecían con amargos e intensos sufrimientos morales, hijos del carácter, posición e idiosincrasia del individuo, pues sabido es, como dijo Cervantes, “que el descaecimiento en los infortunios apoca la salud y acarrea la muerte”.(1) No podía olvidar que un triste escribano lo había salvado, ni menos que doña María y hasta la misma Virgen debieran juzgarlo débil y cobarde, ni tampoco que se hallaba humillado, atropellado y escarnecido en presencia del pueblo cuya autoridad suprema ejercía. Semejantes ideas produjeron tal abatimiento en el pobre golilla, que ni las mejores medicinas del maestro boticario, ni el aceite de la lámpara del Santísimo, ni las oraciones y reliquias de las comunidades religiosas, ni la enjundia de gallina negra, ni el tomillo cortado en luna menguante por niña menor de siete años, ni otros muchos remedios infalibles, bastaban para aliviar una dolencia que nada tenía de peligrosa, al decir del físico Gil Martínez, apoyado en tres aforismos de Hipócrates. En resolución, el corregidor se fue a Sanlúcar de Barrameda, donde parece que se restableció al poco tiempo, y no vino más a Medina Sidonia. Se dijo que iba a la Chancillería de Granada.

(Continuará)

(1) Don Quijote de la Mancha, parte II, cap. I. Palabras dirigidas en su despedida del manicomio a un compañero enjaulado por el protagonista del "Cuento del loco de Sevilla", referido por el barbero a Don Quijote, el cura, el ama y la sobrina.
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