jueves, noviembre 29, 2012

Thebussem (XXXII)

gasparprezdeguzmnysando La conspiración de Medina Sidonia
Gaspar Alonso Pérez de Guzmán y Gómez de Sandoval, IX duque de Medina Sidonia, Anónimo (s. XVII), Palacio de los Duques de Medina Sidonia. Imagen tomada de wikipedia

Cómo se acabó en Medina el Rosario de la Aurora,
por el Doctor Thebussem (IX)


Este párrafo de Alonso de Beas deja plenamente satisfecha nuestra curiosidad por lo tocante a las revelaciones que hizo a su novia y a su confesor, y derrama completa luz sobre las verdaderas causas del angustiado fin del Rosario de Medina Sidonia. Completaremos el cuadro con otras noticias ligadas con el suceso que acabamos de historiar.

El Tío Frasquito Picazo murió de viejo, y dejó a su hija doña María por única y universal heredera de sus fincas, rebaños, aperos y doblones, gracias a los cuales sus nietos pudieron adornarse los pechos con sendos lagartos rojos de la orden de Santiago.

El corregidor se hospedaba algunas temporadas en casa de su deudo el contador mayor de la casa del Duque de Medina Sidonia, residente en Sanlúcar de Barrameda. Decían que una hermana de este empleado, arrogante moza por cierto, crió al niño Osorio, huérfano de padre, que era, con diferencia en veinticinco años de edad, un retrato de su padrino el octavo duque don Manuel Pérez de Guzmán. Éste sufragó los gastos de su crianza y educación, y le dejó algunos escudos en su testamento. Parece que con la protección del noveno duque, aumentada ahora con el triste suceso de Medina, que dejó sordo de un oído al licenciado, lo nombraron, aun cuando era demasiado joven, oidor de la Chancillería de Granada. El mozo conseguía siempre del tribunal que su protector llevase justicia en los repetidos pleitos que allá llegaban sobre alcabalas, almotacenes o almojarifes correspondientes a la opulenta casa de Guzmán. Las cicatrices y sordera de su oreja derecha las achacaba Osorio a cierta aventura de mocedad originada delante de un “bravísimo toro”, que hirió y acorraló a más de veinte personas.

Pedro Laurenciano, juntando gentil patrimonio, llegó a ser uno de los más ricos mercaderes del puerto del Callao en la ciudad de los reyes del Perú. En espera del fin de su último negocio para dar la vuelta a España, se interpuso la muerte cobrándole la vida, y no pudo realizar su deseo, acariciado por más de treinta años, de regresar a la patria.

La cofradía de las Ánimas llegó a extinguirse en 1784 por la prohibición de los Rosarios nocturnos decretada por el obispo de Cádiz, a causa de que tales actos no eran ya, ni con cien mil leguas, todo lo edificantes y cristianos que fueron en la época de la fazaña del “toro negro”.

Las veinticuatro misas de la fundación hecha por Pedro Laurenciano y Alonso de Beas “en descargo de sus conciencias, aumento del culto divino e sufragio de las ánimas benditas”, dejaron de rezarse desde la época en que Carlos IV y don Manuel Godoy consiguieron del pontifice Pío VI autorización para vender los bienes de las obras pías españolas.

Alonso de Beas y su mujer lograron dichoso matrimonio y tuvieron sobrados bienes de fortuna gracias a la herencia del Tío Frasquito, y gracias también a que ni él dejó de mover la pluma, ni ella el huso y la rueca. Entre las cargas de escombro que salieron en 1850 del convento de San Agustín de Medina Sidonia, se hallaban unos trozos de mármol negro, que juntos daban la siguiente leyenda:

+
ESTA SEPVLTVRA I ENTIERRO
ES DE D. FRANCISCO PICAZO
I DE D. ALº. DE BEAS MONTERO
I DE DOÑA MARÍA PICAZO SV
MVGER, Y DE SVS EREDEROS
I SVCESORES § RVEGVEN A DIOS
POR SVS ANIMAS § Aº. DE 1680.

Retablo mayor de la iglesia del convento de San Agustín de Medina Sidonia (foto J. Romero)
(Continuará)

jueves, noviembre 22, 2012

Thebussem (XXXI)


El Rosario de la Aurora, grabado a partir del cuadro de José García Ramos del mismo título, aparecido en La Ilustración Española y Americana en el número de 8 de julio de 1884

Cómo se acabó en Medina el Rosario de la Aurora,
por el Doctor Thebussem (VIII)

Pedro Laurenciano, uno de los principales personajes de la presente historia, era un pobre huérfano, criado desde la infancia por los padres de Alonso de Beas. Pedro era hábil por extremo en el oficio de escribano, y solicitaba por medio de un su pariente que lo nombrasen para el desempeño de semejante cargo. Cuando le avisaron que iba a ser elegido, dijo a sus padrinos estas palabras: “Yo amo a vuestras mercedes más que si fuesen mis padres, y a Alonso de Beas más que si fuese mi hermano; deseo que Alonso sea el cartulario de Medina Sidonia; allá nos iremos ambos; yo trabajaré, y él no hará más que firmar y cobrar lo que se gane; no tenéis que agradecérmelo, pues sabéis que toda mi ambición se reduce a adquirir algunos ducados para irme a las Indias, y no a pasar la vida entre papeles y escrituras”. Semejante rasgo de confianza y de gratitud, que llenó de entusiasmo a la familia, nos da la clave del regalo de doña María, a quien constaban tales pormenores y antecedentes.

Pedro Laurenciano, pues, se embarcó en Cádiz en un galeón, y después de mil contratiempos y adversidades, llegó al Perú. De año en año recibía Alonso de Beas largas cartas con menudas noticias de la vida y negocios de su querido amigo. Las granjerías de éste prosperaron tanto, gracias a su talento, penetración y astucia, que a los pocos años envió mil pesos ensayados, para que con ellos se fundase una capellanía con obligación de doce misas al año aplicadas a las ánimas benditas, y una hermosa joya de oro y perlas para doña María ―”pues no puedo olvidar ―consignaba― que a vosotros os debo toda mi felicidad y mi ventura”.

Alonso le contestó que él tenía determinado también dotar otra memoria de misas semejante, y que agregando por su parte suma igual, se haría un cuerpo de ambas cantidades, poniendo la obligación de veinticuatro misas, o sea, doce por la intención de cada fundador; que doña María estimaba mucho su joya, la cual, después de usarla en vida, sería legada a Nuestra Señora del Rosario; y, por último, que la gratitud era mutua y recíproca, “puesto que si vos ―le decía―, eximio amigo Pedro Laurenciano, no hubieseis hecho el artificioso disfraz con cuyos cuernos e aparato fingisteis tan bizarramente el TORO NEGRO en aquella madrugada, e simulasteis de antemano en mi brazo la herida que engañó la pericia del cirujano, pasando luego todo lo que sabemos, quizá no se hubiera verificado mi casamiento con doña María, ni vos e yo nos halláramos hoy, gracias a la Divina Providencia, colmados de prosperidad y bienandanza”.

(Continuará)

sábado, noviembre 17, 2012

Onomásticas (I)

Santa Isabel de Hungría curando a los tiñosos, Bartolomé Esteban Murillo (1667-70), Hospital de la Caridad (Sevilla)
Santa Isabel de Hungría

Isabel, hija del rey Andrés II de Hungría, conocido como el Hierosolimitano, y Gertrudis de Merania, hermana de la que luego sería Santa Eduvigis de Silesia, nació en Presburgo el 7 de julio de 1207 y se educó en la corte húngara con sus hermanos los príncipes Béla, Colomán y Andrés. Su madre fue asesinada en 1213, y dos años después su padre contrajo nuevo matrimonio, del que nacería Violante de Hungría, esposa que fue de Jaime I de Aragón.

Isabel fue casada en 1221 con el margrave Luis de Turingia-Hesse (matrimonio de conveniencia para contrarrestar el poder del rey Felipe de Suabia) con quien, al parecer, llevó una vida cargada de felicidad. Su marido veía con buenos ojos las labores caritativas a las que era tan dada (visitaba a sus vasallos más menesterosos para darles alimento, regaló la plata de sus arcas y las alhajas de su dote), pues pensaba que le harían ganar el cielo. Cuenta la leyenda que al regalar su manto de armiño a una pobre anciana muerta de frío en la calle, vio que éste se transformaba en la imagen de Cristo. Estas labores contaron, sin embargo, con la reprobación de algunos nobles, entre ellos su cuñado Conrado, por considerar que se estaban dilapidando el patrimonio y las reservas del principado, de manera que fue acusada ante su marido. Sorprendida mientras salía de palacio cargada con sus donativos, hubo de mentir diciendo que llevaba rosas en su falda (olvidó Isabel que era pleno invierno); y cuando se le pidió que las mostrara, los mendrugos de pan que en realidad llevaba se convirtieron en estas flores. En otra ocasión su suegra, la duquesa viuda Sofía, hizo entender al margrave, que regresaba a palacio tras una corta ausencia, que había oído voces en la alcoba del matrimonio. Cuando Luis derribó la puerta, encontró un crucifijo sobre la cama: en él se había transformado el pobre leproso al que Isabel cuidaba en ella.  

La piadosa conducta de Isabel se acrecentó cuando hubo de sustituir a Luis en el mando en 1226 al acudir éste a la Dieta de Cremona en lugar del emperador Federico II, del que era amigo y aliado; tuvo que hacer frente entonces a las desgracias que trajeron las inundaciones y plagas de aquel año.

Dirigida espiritualmente por el inquisidor Conrado de Marburgo, la vida de Isabel cambió totalmente a raíz de la muerte de su esposo el 11 de septiembre de 1227 mientras se dirigía a unirse a la Sexta Cruzada bajo las órdenes del Emperador. Dieciocho días después daba a luz a su hija Gertrudis (más tarde beata Gertrudis de Altenberg), que sería criada por las monjas premonstratenses del monasterio de Wetzlar. Desamparada, en una corte hostil y víctima de nuevas acusaciones de prodigalidad, fue expulsada de palacio y hubo de buscar socorro en Marburgo entre sus tíos, la abadesa Mectildis de Kitzingen y el obispo de Bamberg. Poco después consiguió una indemnización gracias a las gestiones de su confesor y abogado, obteniendo algunas posesiones en Marburgo. Pero Isabel renunció a ellas e ingresó en la Orden Tercera vistiendo el hábito franciscano. A San Francisco dedicó el hospital que hizo construir en la ciudad, donde fueron atendidos muchos de los cruzados que regresaban enfermos de Tierra Santa.   

Isabel falleció en Marburgo cuando contaba sólo 24 años. En 1235 sería canonizada por el papa Gregorio IX ante el emperador Federico siendo reconocida entonces como "la mujer más grande de la Edad Media alemana". Su cuerpo fue colocado en un altar dorado en la que se conoció luego como iglesia de Santa Isabel, y la Orden Teutónica adoptó a la santa como su segunda patrona junto a la Virgen María y San Jorge.

El culto a Santa Isabel se extendió muy rápidamente por el este de Europa, popularizándose su nombre. A la Península Ibérica llegaría con la ya citada Violante de Hungría. A Italia, tras el matrimonio de la princesa María de Hungría con Carlos II de Nápoles en 1270.

A Santa Isabel se la suele representar socorriendo a pobres y enfermos, siendo muy popular su figura con el regazo lleno de las rosas en que se convirtieron los alimentos que destinaba a los menesterosos. Se la reconoce por llevar una o más coronas y lujoso vestido, aunque a veces los artistas prefieren mostrarla con el hábito franciscano.

-Luis Monreal y Tejada, Iconografía del Cristianismo, Barcelona, El Acantilado, 2000; Charles Forbes Montalembert, Historia de Santa Isabel de Hungría, duquesa de Turingia, Barcelona, Librería Religiosa, 1858; Javier Martín Artajo, Santa Isabel de Hungría, Año Cristiano IV (1960), Madrid, Ed. Católica; Santa Isabel de Hungría, wikipedia.

jueves, noviembre 15, 2012

Thebussem (XXX)



Una escena galante, Antonio Gisbert (h. 1873), Museo de Bellas Artes Gravina (Alicante)

Cómo se acabó en Medina el Rosario de la Aurora,
por el Doctor Thebussem (VII)

Al medio año de todos estos sucesos corrían las amonestaciones de Alonso de Beas Montero con doña María Picazo. El Tío Frasquito se hallaba contento del matrimonio, porque le tenía más cuenta meter en casa una pluma que una espada. Doña María, satisfecha con su futuro esposo y rebosando felicidad, arreglaba galas y joyas para la boda. En el novio se notaban, por el contrario, síntomas de inquietud y de tristeza, crecientes a medida que se acercaba el día de las bendiciones nupciales. Una noche, obligado ya por su prometida, le dijo estas palabras:

―Cierto, amada doña María, que hay una amargura en mi corazón; ciertísimo que mi conciencia no está tranquila; escuchad y aconsejadme, que juro obedeceros.

―Hablad, Alonso, hablad ―dijo doña María llena de terror.

Lo que el escribano, pálido como la muerte, decía al oído de su novia era imposible que lo pudiera escuchar más que ella sola. La cara de doña María iba revelando las impresiones que le causaban las palabras de Alonso: primero, sorpresa y asombro; luego, curiosidad; después..., sonora carcajada; y, por último, una seriedad triste y cariñosa, con la cual le dijo:

―Alonso mío, ¡cuán bueno y honrado sois! Yo os perdono, pero creo que es preciso que también os perdone Dios. Mi consejo es que contéis vuestras culpas a fray Pedro del Carmen.

El dicho religioso, al escuchar al penitente, quedó pasmado y atónito. ―¡Válganos Dios! ¡Válganos Dios y su Santa Madre! ―repetía el buen fray Pedro, llevándose las manos a la cabeza. ―¡Miserias humanas, flaquezas de la criatura...!

Finalmente, Alonso recibió la absolución del cielo, y salió de la humilde celda del confesor derramando lágrimas de satisfacción y de alegría.


La boda, José Villegas Cordero (1875), Colección particular
Las bodas fueron suntuosas, y el Tío Frasquito echó la casa por la ventana. Doña María dio libertad a la más antigua de sus esclavas, y regaló cuatrocientos ducados a Pedro Laurenciano, para que lograse su vehemente deseo de marchar a las Indias en busca de fortuna.

¿Y quién era Pedro Laurenciano?

(Continuará)

viernes, noviembre 09, 2012

Thebussem (XXIX)



La rebotica, José Jiménez Aranda (1882), colección particular (Madrid)

Cómo se acabó en Medina el Rosario de la Aurora,
por el Doctor Thebussem (VI)

El lector puede figurarse los comentos y ponderaciones del suceso que por más de una semana hizo el público medinés, corriendo la tragedia de boca en boca hasta llegar, corregida, estropeada y aumentada, a noticia de los pueblos circunvecinos. Los enfermos se curaron en ocho días; Alonso de Beas llevó por quince un cabestrillo a causa de la gran inflamación que le produjo su herida del brazo. El pueblo falló por unanimidad sobre tres puntos, a saber: que el toro autor del desastre fue el negro, de mala intención y pegajoso, lidiado en la tarde anterior, que, en vez de salir al campo, se hubo de quedar encerrado en las tortuosas callejuelas que iban desde la villa al alcázar, y que acometió al Rosario atraído por las luces de los faroles; que el caso de Juan Godínez, de no recibir daño de la fiera, fue indudablemente milagroso; y que la hazaña de Alonso de Beas, salvando el pendón y llamando al toro, excusó desgracias sin cuento, y hasta la misma muerte del corregidor.

Este lauro, este triunfo y esta satisfacción, no solamente contribuyeron para captarle muchas voluntades y proporcionarle muchas escrituras, sino que también ayudaron, más que todas las drogas de la farmacia, a calmar los dolores y a cicatrizar la herida del valeroso escribano.

Al revés sucedía con las del corregidor. La fluxión de la cara, los destrozos de la oreja y la pesadez en el cerebro, aun cuando no presentaban gravedad, se recrudecían con amargos e intensos sufrimientos morales, hijos del carácter, posición e idiosincrasia del individuo, pues sabido es, como dijo Cervantes, “que el descaecimiento en los infortunios apoca la salud y acarrea la muerte”.(1) No podía olvidar que un triste escribano lo había salvado, ni menos que doña María y hasta la misma Virgen debieran juzgarlo débil y cobarde, ni tampoco que se hallaba humillado, atropellado y escarnecido en presencia del pueblo cuya autoridad suprema ejercía. Semejantes ideas produjeron tal abatimiento en el pobre golilla, que ni las mejores medicinas del maestro boticario, ni el aceite de la lámpara del Santísimo, ni las oraciones y reliquias de las comunidades religiosas, ni la enjundia de gallina negra, ni el tomillo cortado en luna menguante por niña menor de siete años, ni otros muchos remedios infalibles, bastaban para aliviar una dolencia que nada tenía de peligrosa, al decir del físico Gil Martínez, apoyado en tres aforismos de Hipócrates. En resolución, el corregidor se fue a Sanlúcar de Barrameda, donde parece que se restableció al poco tiempo, y no vino más a Medina Sidonia. Se dijo que iba a la Chancillería de Granada.

(Continuará)

(1) Don Quijote de la Mancha, parte II, cap. I. Palabras dirigidas en su despedida del manicomio a un compañero enjaulado por el protagonista del "Cuento del loco de Sevilla", referido por el barbero a Don Quijote, el cura, el ama y la sobrina.

viernes, noviembre 02, 2012

Thebussem (XXVIII)


Preparando el Rosario, José Rico Cejudo, Ayuntamiento de Sevilla

Cómo se acabó en Medina el Rosario de la Aurora,
por el Doctor Thebussem (V)

Antes de las cuatro de la madrugada del día dos de octubre se hallaban reunidos los sesenta y tantos cofrades de las Ánimas en la ermita de Santa Catalina. Los muñidores arreglaron las luces, tocaron las campanillas y distribuyeron las insignias. Arrodillados en la iglesia, rezadas algunas oraciones y comenzado el Rosario, se puso en marcha la procesión. Precedíala una cruz de madera negra, seguía después el estandarte de las Ánimas, y luego el pendón de la Virgen, que por su peso y balumbo necesitaba el amparo de un tahalí y el auxilio de ambas manos. Ocho limpios faroles, grandes como castillos, que por su hechura y número de vidrios semejaban labor morisca, colocados en pértigas de madera, rodeaban y alumbraban las citadas insignias. Casi todos los cofrades llevaban cubierta la cabeza, y aun parte del rostro, con lienzos o capirotes; muchos, por penitencia, iban descalzos. El sentimiento religioso de aquella reunión se veía y se tocaba al contemplar su parte material y externa. La oscuridad y el silencio de las calles; la niebla que reinaba en la atmósfera; el paso mesurado de la comitiva; el son de los fagotes y la voz dulce y grave del rezo, daban a la ceremonia un realce y sabor cristiano mucho más marcado y característico que el de las fastuosas procesiones hechas en mitad del día con acompañamiento de músicas y de imágenes cubiertas con paños de oro, adornadas de perlas, diamantes y esmeraldas.

Hallándose el Rosario en la calle estrecha y tortuosa que entonces llamaban del Jaujar y hoy dicen de Tintoreros, se notó una especie de movimiento extraño que puso en alarma a los que iban a la cola de la procesión. Cuando el desconcierto y la curiosidad comenzaban a nacer, se oyó un fuerte mugido y se advirtió la aproximación de un bulto negro, que caminaba a paso ligero. Los cofrades más cercanos al peligro dieron la voz de alarma, gritando: “¡Un toro...!¡Un toro...!¡Apagad los faroles!”

La consternación fue horrible. Unos huyeron, otros se ampararon en las jambas de las puertas, y otros asaltaron las ventanas. El licenciado Osorio se disponía a soltar el pendón que le quitaba todo linaje de defensa, cuando afortunadamente pudo recogerlo Alonso de Beas. Los que huían del cercano peligro atropellaron en la fuga al corregidor, que cayó junto a un farol cuya vela continuaba ardiendo. La fiera, atraída por la luz, se lanzó a ella. Alonso de Beas, sereno, ágil y valiente, como aquellos soldados cristianos que no temían a un enjambre de moros; Alonso de Beas, con el pendón en la mano izquierda y el ferreruelo(1) en la derecha, llamó a l toro, que se hallaba a punto de destrozar al juez, y consiguió darle salida. El animal tomó la calle abajo, corneando de pasada un capirote que halló en el suelo y rompiendo por completo las celosías de una ventana.

Sálvese quien pueda, José García Ramos, Colección particular (Sevilla)
Cuando los vecinos abrieron las puertas, sacaron luces y trataron de prestar socorro, comenzaban a llegar los fugados. Las desgracias tuvieron alguna importancia: dos cofrades con daño en la frente, uno por haberse caído y otro por chocar con una esquina; el corregidor, con la oreja, carrillo y hombro derecho magullados por las pezuñas del toro; Alonso de Beas, con una larga pero somera herida en el antebrazo, hecha por el cuerno de la res, y por último, tres o cuatro faroles destrozados. Las víctimas fueron curadas de primera intención con vendas y paños de vinagre, y luego conducidas a sus casas. En Juan Godínez, hombre octogenario, portador de la cruz, se verificó un milagro patente. De rodillas y abrazado a la sagrada insignia, esperó el peligro; el toro llegó junto a él, lo olfateó, y pasó de largo sin tocarle. Así lo mandó pintar en una tabla de cedro que, con su correspondiente rótulo, se colocó en el altar mayor de la ermita de Santa Catalina, donde a los pocos días se celebró solemne función de desagravios con elocuente sermón de fray Pedro del Carmen, en el cual demostró que la causa de aquellas desgracias eran los pecados de los hombres, concluyendo con fervorosa exhortación a la virtud, al arrepentimiento y a la penitencia. De la manera que dejo reseñada fue

Cómo se acabó en Medina
El Rosario de la Aurora

(Continuará)

(1) "Capa más bien corta, con solo cuello sin capilla", DRAE.
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...