sábado, diciembre 31, 2011

Cuento de Año Nuevo

El espejo de vestir (La Psyché), Berthe Morisot (1876), Museo Thyssen
Vida nueva
Emilia Pardo Bazán

Ángela entró, llegose al espejo, dejó resbalar el rico abrigo de pieles; quedó en cuerpo, escotada, arrebolada aún la tez por la sofoquina del sarao, y se miró, y expresó en la cara esa rápida, indefinible satisfacción de la mujer que piensa: «¡No estoy mal! Lo que es hoy parecí bien a muchos».

Fue, sin embargo, un relámpago aquella alegría. Se nublaron los ojos de la dama; cayeron sus brazos perezosos a lo largo del cuerpo y, subiendo con negligencia las manos, empezó a desabrochar el corpiño. Antes del tercer corchete, detúvose: «Le aguardaré vestida -pensó-. Al cabo, hoy es noche de Año Nuevo. ¿Será capaz de irse en derechura a su cuarto?»

Cuando Ángela, resuelta ya, volvió a subir el abrigo y se reclinó en el diván para aguardar cómodamente, su corazón brincaba muy aprisa, y tumultuosas sensaciones hacían hervir su sangre y estremecían sus nervios. «También no es suya toda la culpa -pensaba, acusándose a sí propia, táctica usual en los desdichados-. Yo he dejado que las cosas se pusiesen así. Veo que desaparecen las costumbres tan monas de la luna de miel..., y transijo. Veo que se establecen otras secatonas, vulgares..., y resignada. Veo que empezamos a salir cada uno por su lado..., y no me atrevo a quejarme en voz alta. Veo que sólo nos hablamos a las horas de comer..., y me da vergüenza de presentarme triste o furiosa. Esto no puede ser, algo he de poner de mi parte. La dignidad es cosa muy buena, sí, muy buena...; pero cuando se sufre y se rabia, y se le pasan a uno por la cabeza tantas ideas del infierno en un minuto, ¡valiente consuelo la dignidad!»

No era Ángela de las mujeres que lloran a dos por tres. Al contrario, aborrecía las lágrimas y los pucheros. Sin embargo, al concluir el soliloquio, sospechó que tenía los ojos húmedos... y, despechada, los frotó con el pañolito de Alençon que llevaba escondido en el pico del corselete. «El caso es -pensó, impaciente- que voy a tener plantón para rato. Me he venido tan temprano, sin querer tomar ni una taza de té... ¿Qué hora será?»

Como respondiendo a la pregunta de su dueña, el reloj de bronce dorado produjo esa ligerísima trepidación que anuncia que va a dar la hora, y empezó a darla, clara, argentina y delicadamente. Ángela contaba ansiosa: «Una, dos, tres, cuatro... No cabe duda, las doce... ¡Ha muerto un año, y el siguiente empieza al vibrar la última campanada!»

Ángela se levantó. El tocador, que precedía a la alcoba, se encontraba alumbrado solamente por las bujías que ante el espejo encendiera la doncella al retirarse. Otro espejo mayor, el del tremó, colocado enfrente, reflejaba las lucecillas en su ancha luna y fingía, allá en el fondo de la estancia, titilaciones vagas de objetos, movimientos de cortinajes y formas extrañas de muebles, que se prestaban a cualquier capricho de la imaginación. Ello es que Ángela, exaltada, materializó, por espacio de algunos segundos, la imagen del año que se iba y la del que venía. Los vio tal cual los pintan en alegorías y almanaques: el que se iba, centenario, de luenga barba nívea, de agobiado espinazo, de trémulas manos secas, apoyado en nudoso bastón, envuelto en burdo capote gris, del gris acuoso de las nubes; y el que venía, rollizo bebé, en camisa, hoyoso, carrilludo, colorado, juguetón de pies, acariciador de manos, con luz del cielo en los ojos azules y rosas de primavera en los labios, que aún humedece la ambrosía de la leche maternal...

«A la verdad -pensó Ángela-, nene, eres muy lindo...; pero me gustarías más si tuvieses la cara de mi José Luis. ¡Año nuevo, añito nuevo, de poco me sirves si no traes vida nueva!... Mira, añito, que estoy determinada: o me la traes, o... ¿para qué quiero la que tengo?», exclamó casi en voz alta, cubriéndose el rostro con las manos y dando rienda suelta a sollozos roncos, rugidos de leona.

De súbito se enderezó; echó atrás la cabeza, brillaron sus ojos, se inflamaron sus mejillas... No cabía duda: sus pasos. Aun apagados por la alfombra, ¡cómo resonaban en el alma! ¡Sus pasos!... ¡Tan temprano!... ¡Tan oportunamente!... ¡Con tal acierto amoroso!... ¡Al dar las doce de la noche, la primera hora del año!

Ángela se precipitó a la puerta a tiempo que ya la empujaba José Luis. Su mujer le recibía con loco abrazo, olvidando toda la estrategia de coquetería que momentos antes combinaba para dar la batalla decisiva y recobrar, o saber si había perdido de veras, al amado esposo. ¡Rara coincidencia! Diríase que un pensamiento mismo o una misma necesidad de afecto puro, fuerte, sincero, ardoroso, impulsaba a ambos cónyuges, a una misma hora, a soltar la cadena por donde la habían roto desde tiempo atrás la indiferencia y el cansancio del varón. ¿Qué ocultos móviles determinaban la conducta de José Luis? ¿Desengaños y heridas fuera, que le llevaban a buscar calor dentro? ¿O, pensando más cristianamente, ritornelos de un amor no muerto, aunque adormecido? Lo cierto es que, desde el primer instante, vio y sintió Ángela que no era necesario atizar el fuego, pues conoció su intensidad en las ternezas y halagos, en las balbucientes palabras y hasta en el propio silencio del marido, que con dulce violencia la arrastraba al diván, y recostaba en los hombros de raso de la dama una frente tersa y juvenil, cubierta de pelo negro, cuyo aroma conocía Ángela tan bien que sus vagas emanaciones le causaban delicioso escalofrío.

La alegría prestó resolución a Ángela, y su corazón, antes cerrado, se abrió como se abre una flor de estufa en la templada atmósfera que prefiere. Durante un intermedio de venturosa languidez se desató su lengua, tuvo valor para quejarse de lo pasado, y dijo su soledad, su abandono en medio del desierto social, su desesperación muda, sus oscuras meditaciones, sus lágrimas sorbidas, sus protestas silenciosas y hondas... José Luis sonreía, mostrando los dientes blancos entre la limpia y sedosa barba, y contestaba con halagos, con risas, con graciosa mímica tierna y aduladora.

-Hoy empieza Año Nuevo, ¿sabes? -suspiraba ella, vehemente, anhelosa, menos embriagada con la realidad que embebecida en la esperanza-. Año nuevo, vida nueva... ¿Verdad que sí? ¿Verdad que no volverán días como esos del año pasado, tan largos, tan fríos, tan horrorosos? ¡Ese año maldito tuvo lo menos dieciocho meses! ¡Anda, dime que no volverán!... Vida nueva...

-¡Vida nueva! -repitió él, festivamente, ayudando, con gentil desmaña, a desceñir el elegante corselete de terciopelo rosa que rodeaba el talle de su mujer...

A la mañana siguiente, Ángela despertó antes que la doncella abriese las maderas; ardía aún la lamparilla tras los vidrios de colores que protegían su luz, y en tibio ambiente quedaban indefinibles rastros de la emoción, de la ventura pasada. Ángela miró a su alrededor; se vio sola; y seria, reflexiva, sacudiendo el sueño, se incorporó sobre el codo. «Unas horas felices, sí; ¡pero después!... Él se reía; ¡cómo se reía con aquello de vida nueva!... ¡Pobre de mí! No hay que soñar... Hoy empieza un año que será lo mismo que el otro... Hice mal en estar tan cariñosa... ¡Bah! Si el caso volviera a presentarse..., ¡estaría lo mismo! Año nuevo, ¡embustero!, me has engañado...»

Al pensar así, creyó Ángela que en las cortinas que cerraban el paso al tocador se agitaba una figurilla... La escasa luz no le permitió distinguirla claramente; pero la figurilla apartó las cortinas, y Ángela no pudo dudar. Era el Año Nuevo, el chiquitín, riente, rubio, fresco, con su camisilla de encajes, su gorrito de batista... Debajo del brazo traía una cuna dorada, con lazos de cinta azul. También él reía, como José Luis, pero reía a carcajadas, con la risa deliciosa de la primera niñez, que vierte chorros de inocencia divina y amenazaba con el dedito a la dama... Hasta fantaseó ella que el nene pronunciaba palabras sueltas, en media lengua confusa: «¡Tonta!... Yo necesito... ¡Vida nueva!... ¡Si..., yo..., vida nueva!... ¡Yo!...»

Ángela juntó las manos. Sus ojos se dilataron, su pecho se alzó para respirar ansiosamente; una ola de misterioso júbilo ascendió, desde las profundidades de su ser, al rostro, transfigurado por extática beatitud.

-¡Un niño! -murmuró, temblando.

NOTA. La pintura de Berthe Morisot (1841-1895) que ilustra este cuento puede contemplarse en la Colección Permanente del Museo Thyssen (Madrid), donde estos días forma parte de la exposición "Berthe Morisot,  la pintora impresionista". Presentada por la artista a la Tercera Exposición Impresionista (1877), muestra con delicadas pinceladas a una joven  vistiéndose frente a un espejo de estilo Imperio, que perteneció a la pintora y que ahora se encuentra en el Musée Marmottan (París), de donde procede la mayor parte de obras de esta interesante exposición. La representación del mundo íntimo femenino fue un asunto tan permanente en la obra de Morisot que el poeta Paul Valéry afirmaba que su pintura podría considerarse "el diario de una mujer expresado a través del color y del dibujo".

lunes, diciembre 26, 2011

Cuentos para Navidad (III)


La institución del Belén en Greccio. La leyenda de San Francisco, Giotto (post 1296), Fresco de la Basílica de Asís
 La Nochebuena del carpintero
    Emilia Pardo Bazán

José volvió a su casa al anochecer. Su corazón estaba triste: nevaba en él, como empezaba a nevar sobre tejados y calles, sobre los árboles de los paseos y las graníticas estatuas de los reyes españoles, erguidas en la plaza. Blancos copos de fúnebre dolor caían pausadamente en el alma del carpintero sin trabajo, que regresaba a su hogar y no podía traer a él luz, abrigo, cena, esperanzas.

Al emprender la subida de la escalera, al llegar cerca de su mansión, se sintió tan descorazonado, que se dejó caer en un peldaño con ánimo de pasar allí lo que faltaba de la alegre noche. Era la escalera glacial y angosta de una casa de vecindad, en cuyos entresuelos, principales y segundos vivía gente acomodada, mientras en los terceros o cuartos, buhardillas y buhardillones, se albergaban artesanos y menesterosos. Un mechero de gas alumbraba los tramos hasta la altura de los segundos; desde allí arriba la oscuridad se condensaba, el ambiente se hacía negro y era fétido como el que exhala la boca de un sucio pozo. Nunca el aspecto desolador de la escalera y sus rellanos había impresionado así a José. Por primera vez retrocedía, temeroso de llamar a su propia puerta. ¡Para las buenas noticias que llevaba!

Altas las rodillas, afincados en ellas los codos, fijos en el rostro los crispados puños, tiritando, el carpintero repasó los temas de su desesperación y removió el sedimento amargo de su ira contra todo y contra todos. ¡Perra condición, centellas, la del que vive de su sudor! En verano, cebolla, porque hace un bochorno que abrasa, y los pudientes se marchan a bañarse y a tomar el fresco. En Navidad, cebolla, porque nadie quiere meterse en obras con frío y porque todo el dinero es poco para leña de encina y abrigos de pieles. Y qué, ¿el carpintero no come en la canícula, no necesita carbón y mineral cuando hiela? El patrón del taller le había dicho meneando la cabeza: «¿Qué quieres hijo? Yo no puedo sacar rizos donde no hay pelo... Ni para Dios sale un encargo... Ya sabes que antes de soltarte a ti, he «soltao» a otros tres... Pero no voy a soltar a mis sobrinos, los hijos de mi hermana..., ¿estamos? Ya me quedo con ellos solos... Búscate tú por ahí la vida... A ingeniarse se ha dicho...» ¡A ingeniarse! ¿Y cómo se ingenia el que sólo sabe labrar madera, y no encuentra quien le pida esa clase de obra?

Un mes llevaba José sin trabajar. ¡Qué jornadas tan penosas las que pasaba en recorrer Madrid buscando ocupación! De aquí le despedían con frases de conmiseración y vagas promesas; de allá, con secas y duras palabras, hasta con marcada ironía... «¡Trabajo! Este año para nadie lo hay...», respondían los maestros, coléricos, malhumorados o abatidos. De todas partes brotaba el mismo clamor de escasez y de angustia; doquiera se lloraban los mismos males: guerra, ruina, enfermedades, disturbios, catástrofes, miedo, encogimiento de bolsillos... Y José iba de puerta en puerta, mendigando trabajo como mendigaría limosna, para regresar a la noche, de semblante hosco y ceño fruncido, y contestar a la interrogación siempre igual de su mujer con un movimiento de hombros siempre idéntico, que significaba claramente: «No, todavía no.»

La mala racha los cogía sangrados, después de larga enfermedad: una tifoidea de la chica mayor, Felisa, convaleciente aún y necesitada de alimento sustancioso; después de la adquisición de una cómoda y dos colchones de lana, que tomaron el camino de la casa de empeños a escape; después de haber pagado de un golpe el trimestre atrasado de la vivienda y oído de boca del administrador que no se les permitiría atrasarse otra vez, y al primer descuido se los pondría de patitas en la calle con sus trastos... En ocasión tal, un mes de holganza era el hambre enseguida, el ahogo para el resto del venidero año. ¡Y el hambre en una familia numerosa! Nadie se figura el tormento del que tiene la obligación de traer en el pico la pitanza al nido de sus amores, y se ve precisado de volver a él con el pico vacío, las plumas mojadas, las alas caídas... Cada vez que José llamaba y se metía buhardilla adentro, el frío de los desnudos baldosines, la nieve de la apagada cocina, se le apoderaban del espíritu con fuerza mayor; porque el invierno es un terrible aliado del hambre, y con el estómago desmantelado muerde mil veces más riguroso el soplo del cierzo que entra por las rendijas y trae en sus alas la voz rabiosa de los gatos...

Cavilaba José. No, no era posible que él pasase aquel umbral sin llevar a los que le aguardaban dentro, famélicos y transidos, ya que no las dulzuras y regalos propios de la noche de Navidad, por lo menos algo que desanublase sus ojos y reconfortase su espíritu. Permanecía así en uno de esos estados de indecisión horrible que constituyen verdaderas crisis del alma, en las cuales zozobran ideas y sentimientos arraigados por la costumbre, por la tradición. Honrado era José, y a ningún propósito criminal daba acogida, ni aun en aquel instante de prueba; las manos se le caerían antes que extenderlas a la ajena propiedad; pero esta honradez tenía algo de instintivo, y lo que se le turbaba y confundía a José era la conciencia, en pugna entonces con el instinto natural de la hombría de bien, y casi reprobándolo. Él no robaría jamás, eso no...; pero vamos a ver: los que roban en casos análogos al suyo, ¿son tan culpables como parece? A él no le daba la gana de abochornarse, de arrostrar el feo nombre de ladrón; unas horas de cárcel le costarían la vida; moriría del berrinche, de la afrenta; bueno: ésas eran cosas suyas, repulgos de su dignidad, que un carpintero puede tener también: mas los que no padeciesen de tales escrúpulos y cometiesen una barbaridad, no por sostener vicios, por mantener a la mujer y a los pequeños..., ¿quién sabe si tenían razón? ¿Quién sabe si eran mejores maridos, mejores padres? Él no daba a los suyos más que necesidad y lágrimas...

Gimió, se clavó los dedos en el pelo y, estúpido de amargura, miró hacia abajo, hacia la parte iluminada de la escalera. Por allí mucho movimiento, mucho abrir de puertas, mucho subir y bajar de criados y dependientes llevando paquetes, cartitas, bandejas; los últimos preparativos de la cena: el turrón que viene de la turronería; el bizcochón que remite el confitero; el obsequio del amigo, que se asocia al júbilo de la familia con las seis botellas de jerez dulce y las rojas granadas. Una puerta sola, la de la anciana viuda y devota, doña Amparo, que no se había abierto ni una vez; de pronto se oyó estrépito, una turba de chiquillos se colgó de la campanilla; eran los sobrinos de la señora, su único amor, su debilidad, su mimo... Entraron como bandada de pájaros en un panteón; la casa, hasta entonces muda, se llenó de rumores, de carreras, de risas. Un momento después, la criada, viejecita, tan beata como su ama, salía al descanso y gritaba en cascada voz:

-¡Eh, señor José! ¿Está por ahí el señor José? Baje, que le quiero dar un recado...

En los momentos de desesperación, cualquier eco de la vida nos parece un auxilio, un consuelo. El que cierra las ventanas para encender un hornillo de carbón y asfixiarse, oye con enternecimiento los ruidos de la calle, los ecos de una murga, el ladrido del perro vagabundo... José se estremeció, se levantó y, ronco de emoción, contestó bajando a saltos:

-¡Allá voy, allá voy, señora Baltasara!...

-Entre... -murmuró la vieja-. Si está desocupado, nos va a armar el Nacimiento, porque han «venío» los chicos, y mi ama, como está con ellos que se le cae la baba pura...

-Voy por la herramienta -contestó el carpintero, pálido de alegría.

-No hace falta... Martillo y tenazas hay aquí, y clavos quedaron del año «pasao»; como yo lo guardo todo, bien apañaditos los guardé...

José entró en el piso invadido por los chiquillos y en el aposento donde yacían desparramadas las figuras del Belén y las tablas del armadijo en que habían de descansar. Entre la algazara empezó el carpintero a disponer su labor. ¡Con qué gozo esgrimía el martillo, escogía la punta, la hincaba en la madera, la remachaba! ¡Qué renovación de su ser, qué bríos y qué fuerzas morales le entraban al empuñar, después de tanto tiempo, los útiles del trabajo! Pedazo a pedazo y tabla tras tabla iba sentando y ajustando las piezas de la plataforma en que el Belén debía lucir sus torrecillas de cartón pintado, sus praderas de musgo, sus figuras de barro toscas e ingenuas. Los niños seguían con interés la obra del carpintero; no perdían martillazo; preguntaban; daban parecer y coreaban con palmadas y chillidos cada adelanto del armatoste. La señora, entre tanto, colgaba en la pared algunas agrupaciones de bronce y vidrio para colocar en ellas bujías. Los criados iban y venían, atareados y contentos. Fuera nevaba; pero nadie se acordaba de eso; la nieve, que aumenta los padecimientos de la miseria, también aumenta la grata sensación del bienestar íntimo del hogar abrigado y dulce. Y José asentaba, clavaba la madera, hasta terminar su obra rápidamente, en una especie de transporte, reacción del abatimiento que momentos antes le ponía al borde de la desesperación total...

Cuando el tablado estuvo enteramente listo y José hubo dado alrededor de él esa última vuelta del artífice que repasa la labor, doña Amparo, muy acabadita y asmática, le hizo seña de que la siguiese, y le llevó a su gabinete, donde le dejó solo un momento. Los ojos de José se fijaron involuntariamente en los muebles y decorado de aquella habitación ni lujosa ni mezquina, y, sobre todo, le atrajo desde el primer momento una imagen que campeaba sobre la consola, alumbrada por una lamparilla de fino cristal. Era un San José de talla, escultura moderna, sin mérito, aunque no desprovista de cierto sentimiento; y el santo, en vez de hallarse representado con el Niño en brazos o de la mano, según suele, estaba al pie de un banco de carpintero, manejando la azuela y enseñando al Jesusín, atento y sonriente, la ley del trabajo, la suprema ley del mundo. José se quedó absorto. Creía que la imagen le hablaba; creía que pronunciaba frases de consuelo y de cariño infinito, frases no oídas jamás. Cuando la señora volvió y le deslizó dos duros en la mano, el carpintero, en vez de dar las gracias, miró primero a su bienhechora y después a la imagen; y a la elocuencia muda de sus ojos respondió la de los ojos de la viejecita, que leyó como un libro en el alma de aquel desventurado, deshecho física y moralmente por un mes de ansiedad y amargura sin nombre. Y doña Amparo, muy acostumbrada a socorrer pobres, sintió como un golpe en el corazón; la necesidad que iba a buscar fuera de casa, visitando zaquizamíes, la tenía allí, a dos pasos, callada y vergonzante, pero urgente y completa. Alzó los ojos de nuevo hacia la efigie del laborioso patriarca y, bondadosamente, tosiqueando, dijo al carpintero:

-Ahora subirán de aquí cena a su casa de usted, para que celebren la Navidad.

domingo, diciembre 25, 2011

Cuentos para Navidad (II)

Archivo:Charles Dickens-A Christmas Carol-Title page-First edition 1843.jpg

Un cuento de Navidad
Charles Dickens

La pequeña novela Un cuento de Navidad o Canción de Navidad (A Christmas Carol) fue publicada por Dickens en 1843 y supuso un gran éxito para su autor. Fantasía, romanticismo e idealismo se mezclan aquí con la cruda realidad de la Inglaterra victoriana y sus diferencias sociales. El triunfo de la bondad y la alegría sobre la avaricia y la miseria nos dejan, sin embargo, un dulce regusto tras su lectura.

Ebenezer Scrooge es un hombre de negocios  rico, avaro, solitario y adicto a su trabajo, que detesta la fiesta de Navidad. Ejemplo de misantropía, ni siquiera permite a su empleado Bob Cratchit que disfrute de ese día. Entonces, la misma víspera de Navidad, es visitado por el fantasma de su socio y amigo Jacob Marley, quien le muestra la pesada cadena que debe arrastrar eternamente por la avaricia con que se condujo durante su vida y le anuncia que un castigo mayor le espera si se empecina en su comportamiento. Le refiere que vendrán a visitarle tres espíritus de la Navidad que le ofrecerán una posibilidad de salvación. Scrooge se muestra desafiante.

Durante la noche el avaro recibirá la visita del Espíritu de las Navidades Pasadas, que le recuerda a Scrooge sus felices infancia y juventud antes de que lo poseyera el ansia de enriquecerse; y del Espíritu de las Navidades Presentes, que le muestra la desgraciada vida de su empleado Bob Cratchit, con un hijito enfermo, lo que no le impide celebrar la Navidad, como también lo hace Freed Scrooge, sobrino del protagonista; también le presenta a las figuras simbólicas de la Ignorancia y la Necesidad. Finalmente, se le aparece el espantoso Espíritu del Futuro, que le hace ver el destino que aguarda a los avaros, el saqueo de su casa, el mal recuerdo que dejará entre sus amigos, la muerte del niño Tim Cratchit y su propia tumba. Horrorizado, Scrooge quiere convencer al espectro de que cambiará su forma de ser si su destino se trastoca, y, en ese momento, despierta de su pesadilla. A partir de entonces Scrooge se transforma en un ser generoso y amable, y, para celebrar la Navidad, hace que envíen un pavo a los Cratchit, acude a la casa de su sobrino Freed y, por último, aumenta el sueldo de su empleado y decide hacer todo lo posible por que su hijo se cure.

La primera edición en inglés de la obra, con ilustraciones de John Leech, se puede seguir en http://www.archive.org/stream/christmascarolin20dick#page/n17/mode/2up.

Una traducción al español proporciona http://es.wikisource.org/wiki/Cuento_de_Navidad_(Dickens).

De las múltiples adaptaciones cinematográficas (verdaderas joyas las de 1901 -http://youtu.be/O9Mk-B7MKP8- y 1910 -http://youtu.be/EL2Of5xpd9U-), nos permitimos ofrecer un enlace con la magnífica versión animada de 1971, basada en los dibujos de Leech y concebida para su difusión televisiva aunque nunca se emitió, seguramente por resultar un tanto sombría para el público infantil. 



sábado, diciembre 24, 2011

Cuentos para Navidad

La pequeña cerillera

Hans Christian Andersen

¡Qué frío tan atroz! Caía la nieve, y la noche se venía encima. Era el día de Nochebuena. En medio del frío y de la oscuridad, una pobre niña pasó por la calle con la cabeza y los pies desnuditos.

Tenía, en verdad, zapatos cuando salió de su casa; pero no le habían servido mucho tiempo. Eran unas zapatillas enormes que su madre ya había usado: tan grandes, que la niña las perdió al apresurarse a atravesar la calle para que no la pisasen los carruajes que iban en direcciones opuestas.

La niña caminaba, pues, con los piececitos desnudos, que estaban rojos y azules del frío; llevaba en el delantal, que era muy viejo, algunas docenas de cajas de fósforos y tenía en la mano una de ellas como muestra. Era muy mal día: ningún comprador se había presentado, y, por consiguiente, la niña no había ganado ni un céntimo. Tenía mucha hambre, mucho frío y muy mísero aspecto. ¡Pobre niña! Los copos de nieve se posaban en sus largos cabellos rubios, que le caían en preciosos bucles sobre el cuello; pero no pensaba en sus cabellos. Veía bullir las luces a través de las ventanas; el olor de los asados se percibía por todas partes. Era el día de Nochebuena, y en esta festividad pensaba la infeliz niña.

Se sentó en una plazoleta, y se acurrucó en un rincón entre dos casas. El frío se apoderaba de ella y entumecía sus miembros; pero no se atrevía a presentarse en su casa; volvía con todos los fósforos y sin una sola moneda. Su madrastra la maltrataría, y, además, en su casa hacía también mucho frío. Vivían bajo el tejado y el viento soplaba allí con furia, aunque las mayores aberturas habían sido tapadas con paja y trapos viejos. Sus manecitas estaban casi yertas de frío. ¡Ah! ¡Cuánto placer le causaría calentarse con una cerillita! ¡Si se atreviera a sacar una sola de la caja, a frotarla en la pared y a calentarse los dedos! Sacó una. ¡Rich! ¡Cómo alumbraba y cómo ardía! Despedía una llama clara y caliente como la de una velita cuando la rodeó con su mano. ¡Qué luz tan hermosa! Creía la niña que estaba sentada en una gran chimenea de hierro, adornada con bolas y cubierta con una capa de latón reluciente. ¡Ardía el fuego allí de un modo tan hermoso! ¡Calentaba tan bien!

Pero todo acaba en el mundo. La niña extendió sus piececillos para calentarlos también; más la llama se apagó: ya no le quedaba a la niña en la mano más que un pedacito de cerilla. Frotó otra, que ardió y brilló como la primera; y allí donde la luz cayó sobre la pared, se hizo tan transparente como una gasa. La niña creyó ver una habitación en que la mesa estaba cubierta por un blanco mantel resplandeciente con finas porcelanas, y sobre el cual un pavo asado y relleno de trufas exhalaba un perfume delicioso. ¡Oh sorpresa! ¡Oh felicidad! De pronto tuvo la ilusión de que el ave saltaba de su plato sobre el pavimento con el tenedor y el cuchillo clavados en la pechuga, y rodaba hasta llegar a sus piececitos. Pero la segunda cerilla se apagó, y no vio ante sí más que la pared impenetrable y fría.

Encendió un nuevo fósforo. Creyó entonces verse sentada cerca de un magnífico nacimiento: era más rico y mayor que todos los que había visto en aquellos días en el escaparate de los más ricos comercios. Mil luces ardían en los arbolillos; los pastores y zagalas parecían moverse y sonreír a la niña. Esta, embelesada, levantó entonces las dos manos, y el fósforo se apagó. Todas las luces del nacimiento se elevaron, y comprendió entonces que no eran más que estrellas. Una de ellas pasó trazando una línea de fuego en el cielo.

-Esto quiere decir que alguien ha muerto- pensó la niña; porque su abuelita, que era la única que había sido buena para ella, pero que ya no existía, le había dicho muchas veces: "Cuando cae una estrella, es que un alma sube hasta el trono de Dios".

Todavía frotó la niña otro fósforo en la pared, y creyó ver una gran luz, en medio de la cual estaba su abuela en pie y con un aspecto sublime y radiante.

-¡Abuelita!- gritó la niña-. ¡Llévame contigo! ¡Cuando se apague el fósforo, sé muy bien que ya no te veré más! ¡Desaparecerás como la chimenea de hierro, como el ave asada y como el hermoso nacimiento!

Después se atrevió a frotar el resto de la caja, porque quería conservar la ilusión de que veía a su abuelita, y los fósforos esparcieron una claridad vivísima. Nunca la abuela le había parecido tan grande ni tan hermosa. Cogió a la niña bajo el brazo, y las dos se elevaron en medio de la luz hasta un sitio tan elevado, que allí no hacía frío, ni se sentía hambre, ni tristeza: hasta el trono de Dios.

Cuando llegó el nuevo día seguía sentada la niña entre las dos casas, con las mejillas rojas y la sonrisa en los labios. ¡Muerta, muerta de frío en la Nochebuena! El sol iluminó a aquel tierno ser sentado allí con las cajas de cerillas, de las cuales una había ardido por completo.

-¡Ha querido calentarse la pobrecita!- dijo alguien.

Pero nadie pudo saber las hermosas cosas que había visto, ni en medio de qué resplandor había entrado con su anciana abuela en el reino de los cielos.


The Little Match Girl, precioso cortometraje de Disney basado en el cuento de Andersen (2006)

viernes, diciembre 23, 2011

Historias de Medina Sidonia (II)


"La histórica ciudad gaditana de Medina Sidonia"

Con este título aparecía en el número 750 de la revista La Esfera: ilustración mundial, publicado el 19 de mayo de 1928, un artículo firmado por José Antonio María de Puelles, entonces alcalde de Medina Sidonia, con el que pretendía dar a conocer a sus lectores, con la brevedad que exigía el caso, la historia y el patrimonio de nuestra ciudad. Hoy en día resulta particularmente interesante, sobre todo, por las fotografías que lo ilustran, todas ellas debidas a Enrique Butler.

La primera foto, que aparece intitulada  "Vista panorámica de Medina desde el castillo de Doña Blanca" (más que "castillo" debió decir "torre"), dibuja una estampa casi idílica de la ciudad, con sus preciosos tejados entre las torres de la Victoria, San Cristóbal y Santiago, el bien encalado teatro al fondo con el cuartel y la cárcel anejos (todo ello formaba parte del antiguo convento de San Francisco), y un primer plano con la cuesta que lleva a Santa María, con casas hoy desaparecidas.

La segunda imagen, "La plaza de la Constitución y el ayuntamiento", nos muestra la Alameda de otro tiempo, con personajes que se vuelven hacia el fotógrafo interrumpiendo su caminar o posando descaradamente (un fantasma diríase el niño del centro). Un letrerito humildemente pintado, que cuelga sobre el pilar de la izquierda a la entrada de la plaza, indica a los vehículos las direcciones hacia Alcalá de los Gazules, Vejer y Chiclana.  


Al pie de la tercera foto se escribe "Retablo de la parroquia de Santa María, obra del insigne Montañés". Don Antonio atribuye extrañamente el magnífico retablo a Martínez Montañés cuando ya el Vicario Martínez en su Historia de la ciudad de Medina Sidonia (publicada por Joaquín María Enrile en 1875) dejaba constancia del pago de 1.378 ducados de oro a Melchor Turín y consortes, vecinos de Sevilla, por la ejecución de su imaginería. En 1929 publicaba Celestino López Martínez el contrato en el que Roque Balduque se comprometía a hacer 14 historias para dicho retablo (1559) -Juan Bautista Vázquez y Melchor Turín seguirían su labor a partir de 1575-; y en 1931 Sancho Corbacho daba a conocer el contrato en el que el entallador Andrés López del Castillo se obligaba a su ensamblaje y hechura (1533).     

La cuarta fotografía es una preciosa imagen del Arco de la Pastora y la Fuente Salada que aparece intitulada, sorprendentemente, "Arco romano y Fuente Salada, en Medina Sidonia". Huelgan los comentarios. 


El fotógrafo Enrique Butler y Ortiz nació en Jerez de la Frontera aunque su familia paterna era de origen irlandés (su padre fue apoderado de las bodegas Fernández Gao). Trabajó habitualmente para revistas y periódicos nacionales como La Esfera, Mundo Gráfico, Siglo Futuro y El Sol; y fue uno de los creadores de la Asociación de la Prensa de Jerez.

Ofrecemos a continuación el texto íntegro del artículo de Antonio María de Puelles en el que nos espera alguna otra sorpresa.



La histórica ciudad gaditana de Medina Sidonia

 He aquí una ciudad de rancio abolengo que, como la mayoría de los pueblos, padece el terrible mal del absentismo que perturba la economía general de España. Su importancia histórica se revela en sus edificios y recuerdos. Situada en la mediación de la falda de un elevado cerro, circuido de amplios llanos, en medio de la provincia de Cádiz, que antes constituyera aproximadamente, en la época goda, el territorio jurisdiccional de la capitanía y obispado de la antigua Asido, cuyos prelados concurrieron a los concilios toledanos, corona la altura de la eminencia geográfica del emplazamiento las ruinas de vetustísimo castillo que fue baluarte cartaginés y romano; albergó a los enemigos de Leovigildo; presenció las luchas de las huestes del duque de Arcos contra las del de Medina Sidonia; fue desmantelado por el francés Victor para inutilizar la fortaleza militar al resguardo de los españoles de la Independencia; y, sobre todo, nos traen a la memoria sus vestigios, y principalmente el llamado torreón de Doña Blanca, la prisión de esta reina infortunada, muerta a golpe de maza de orden del rey D. Pedro, su marido, sin que hasta la fecha se tengan noticias exactas de las razones que motivaron tan trágica resolución, afirmada por el cronista de D. Pedro, D. Pedro Pérez López de Ayala, coetáneo de los sucesos, y negada por escritores posteriores, como Gracia Dei.

Aún se conservan restos de la muralla árabe en el Arco de la Pastora, que era la puerta de Chiclana; pero la población rebasó desde el siglo XV el antiguo recinto, y hoy se extiende su mayor parte, no en su prominencia primitiva, sino en la ladera donde se halló mejor superficie edificable.

Señorea hoy la altura poblada, como preciada diadema, el hermoso templo gótico de Santa María la Coronada; iglesia que, si bien no es sino del último periodo de su estilo, no por ello deja de admirarse la altura y gallardía de sus columnas, la elegancia de sus arcos y cresterías y el primoroso labrado de los rosetones y de los espacios limitados por perfiles.

Refulge en su altar mayor el retablo de madera de alerce, donde la gubia ha esculpido pasajes de la vida del Salvador, delicadamente tallados, con exacta proporción anatómica y naturalidad en los movimientos de las figuras. La portada exterior de la parroquia de Santa María, la portada interior que da acceso a la galería del archivo, y el baptisterio, todo ello de estilo grecorromano, son, por tanto, de época posterior a primitivo trazado. En cuanto a la duración de la obra de dicha parroquia, no debe atribuirse su comienzo a principios del siglo XVI pues, no obstante hablarse en escrituras de tal época de las obras de construcción del templo a que nos referimos, tenemos un dato arqueológico de gran valor para conocer la época de origen del templo, cual lo es el escudo del Obispo de Cádiz, el sevillano D. Pedro Fernández de Solís (1473-1500), que se halla tallado en la misma piedra, en la nervadura de la bóveda del altar mayor, en el lado de la epístola; y también existe ese escudo, cuya figura es un sol, en la puerta de la galería-archivo, así como la capilla del baptisterio nos muestra, con el escudo que ostenta de los lobos de los López de Haro, señores de Vizcaya, haberse realizado su construcción en el pontificado de D. García de Haro (1565-1587), obispo de Cádiz, hijo de D. Diego López de Haro, Señor del Carpio.

El Ayuntamiento de Medina Sidonia es un buen edificio, construido ad hoc, reconstruido en el siglo XVIII, y que revela en su traza general y en los detalles de su fachada, pórtico, sala capitular y demás partes del edificio el alto concepto que de la vida municipal tenían nuestros antepasados.

Participa del estilo severo de Herrera, aún cuando de época posterior, y campea sobre su fachada el escudo de armas de la ciudad, rematado por la estrella de las monedas de Asido, estrella heráldica de la gens Iulia, que recuerda ser Medina Sidonia la antigua Asido Caesariana, entusiasta del Dictador que inició la creación del imperio romano.

Es Medina patria de gran número de varones ilustres, entre los cuales descuellan el gran orador sagrado que brilló en Italia, el venerable Lobo; el regente Villavicencio, el ministro Montes de Oca, el almirante Cervera y el cultísimo Doctor Thebussem.

¿Quién no ha oído hablar del Alfajor de Medina? Ese dulce arábigo de la familia de los nuéganos , cuyo secreto industrial es hoy patrimonio de pocos: el notable alaxú, que antaño se pedía a Medina para servirse en las mesas de los próceres, sigue hoy agradando a cuantos paladean la auténtica confección medinesa, digna de figurar entre los demás productos de la antigua confitería española, no sólo por su originalidad, sino también por su exquisito sabor.



Puelles nada dice de los restos romanos hallados en la ciudad aunque tiene claro que su castillo sirvió de baluarte a cartagineses y romanos. Habla de su desmantelamiento por orden del mariscal Victor al final de la ocupación francesa (1812) aunque hoy sabemos que su deterioro es paulatino desde bastante antes. Con respecto a la iglesia de Santa María resulta significativo que hable de la "galería del archivo" sin atisbar la existencia del claustro, que hoy contemplamos totalmente abierto. Muy curiosa resulta la asociación que realiza entre la estrella que corona el escudo de la ciudad con la que aparece en las monedas de la antigua Asido, cuando ya nuestro Vicario Martínez decía refiriéndose al sobrenombre de Estrella que el rey Alfonso X dio a la ciudad: "lo que hay de cierto es que, a consecuencia y en público testimonio de su aprecio, la ciudad puso y conserva en su escudo de armas una estrella".

Antonio María de Puelles y Puelles era hijo del médico y abogado, notario de Medina Sidonia, José María de Puelles y Centeno, y de su segunda esposa, Clara de Puelles y Dalmau. Nació en Alcalá de los Gazules, como sus hermanos Joaquín (hijo adoptivo de Medina Sidonia y teniente alcalde en esta ciudad, donde una calle llevó su nombre –hoy Basurto–), Antonia, José Marcial y Eloy; María de los Santos, Eusebio y María Concepción nacerían ya en Medina. Era doctor en Derecho y ejerció como miembro de la Asamblea Nacional entre 1927 (primeros de octubre) y 1930 en representación de los ayuntamientos de la provincia de Cádiz. Además de alcalde de Medina Sidonia, de la que es hijo adoptivo, fue cabo de su somatén, presidente de la Sección Adoradora Nocturna, hermano mayor de la Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno, presidente honorario de la Sociedad de Socorros Mutuos La Paz y del Círculo de la Juventud Asidonense, y autor de varias obras históricas y jurídicas, entre las que fueron impresas: El asesinato de Canalejas (1912), La dote social (1914), Carta municipal de Medina Sidonia (1925), Proyecto de carta intermunicipal de la provincia de Cádiz (1925), Preferencia adquisitiva rústica inmobiliaria (1927), Biografía del jurisconsulto Sainz de Andino (1929) y Símbolos nacionales de España (1941).

Los datos biográficos de los personajes están tomados de José Luis Jiménez, "Enrique Butler Ortiz", en http://www.jerezsiempre.com; y Juan Puelles López, http://www.jpuelleslopez.com.

viernes, diciembre 16, 2011

Feliz Navidad

 
La adoración de los pastores, Anton Raphael Mengs (1772). Museo del Prado
Adeste, fideles

En estos días previos a las vacaciones de Navidad, cuando mis alumnos han terminado sus exámenes y, cansados, están deseosos de empezar a disfrutar del ambiente de la calle, consigo distraerlos un rato escuchando versiones de algún villancico en latín. Siempre resulta muy socorrido Adeste, fideles, que pueden entender sin excesivas explicaciones (no son días para mucha gramática). Aprovecho con él para felicitar la Navidad a todos los que seguís este blog, a quienes os deseo lo mejor. 

1. Adeste, fideles, laeti, triumphantes.
Venite, venite in Bethlehem.
Natum videte, Regem Angelorum.

Venite, adoremus; venite, adoremus;
Venite, adoremus Dominum.

2. Deum de Deo, lumen de lumine,
Gestant puellae viscera,
Deum verum, genitum non factum.

Venite, adoremus...

3. Cantet nunc "Io" chorus angelorum;
Cantet nunc aula caelestium,
"Gloria! Soli Deo gloria!"

Venite adoremus...

4. Ergo qui natus die hodierna,
Iesu, tibi sit gloria,
Patris aeterni Verbum caro factum.

Venite adoremus...

5. En grege relicto, humiles ad cunas,
vocati pastores adproperant.
Et nos ovanti gradu festinemus.

Venite, adoremus...

6. Aeterni Parentis splendorem aeternum,
Velatum sub carne videbimus;
Deum infantem, pannis involutum.

Venite, adoremus...

7. Pro nobis egenum et foeno cubantem
Piis foveamus amplexibus.
Sic nos amantem, quis nos redamaret?

Venite, adoremus...

8. Stella duce, Magi Christum adorantes
Aurum, thus et mirram dant munera.
Iesu infanti corda praebeamus.
 

TRADUCCIÓN

1. Acudid, fieles, alegres, en procesión.
Venid, venid a Belén.
Ved al nacido, rey de los ángeles.

Venid, adoremos; venid, adoremos;
Venid, adoremos al Señor.

2. Al Dios de Dios, a la luz de la luz
Lleva el vientre de la Virgen;
Al Dios verdadero, engendrado, no creado.

3. Cante ahora "Io" el coro de los ángeles;
Cante ahora la corte celestial
"¡Gloria, gloria sólo a Dios!"

4. Así pues, Jesús, que has nacido hoy,
Sea para ti la gloria,
Palabra del Padre Eterno hecha carne.

5. He aquí que dejado el rebaño,
Los pastores convocados se acercan a la humilde cuna.
También nosotros apresurémonos con paso alegre.

6. El esplendor eterno del Padre Eterno
Lo veremos oculto bajo la carne;
A Dios Niño, envuelto en pañales.

7. Al que por nosotros es pobre y está acostado en la paja
Démosle calor con nuestros cariñosos abrazos.
A quien así nos ama, ¿quién no le va a corresponder con amor?

8. Guiados por la estrella, los Magos al adorar a Cristo
Le regalan oro, incienso y mirra.
Ofrezcamos nosotros a Jesús Niño nuestros corazones.





Adeste, fideles es un himno usado en la bendición durante la Navidad que ha sido tradicionalmente atribuido a San Buenaventura (s. XIII) aunque no aparece entre sus obras. Según algunos, su verdadero autor debió de formar parte de la Escuela de Música creada por Juan IV de Portugal (S. XVII), en cuyo palacio se hallaron dos manuscritos de la obra. Otros atribuyen su autoría al compositor inglés John Francis Wade estimando que su versión de 1740 es la original. A ella corresponden las cuatro primeras estrofas del texto ofrecido arriba. Desde fines del siglo XVIII era habitual escuchar este himno en Francia, España, Portugal e Inglaterra, y como en esta época se cantaba en la Misión Portuguesa en Londres, pasó a ser allí conocido como el "Himno portugués". Vincent Novello, organista de este lugar, atribuyó la versión musical más popular a John Reading, organista en la Catedral y la Universidad de Winchester. Las estrofas 5, 6 y 7 fueron compuestas por Abbé Étienne Jean François Borderies (1764-1832) e impresas en 1822. La octava estrofa, que conmemora la Epifanía, fue añadida en el siglo XIX por un autor desconocido. A partir de las traducciones inglesas esta última parte del villancico se ha hecho más popular que la primera.

Tres interpretaciones muy distintas del villancico ofrecemos en esta entrada: una muy corta, pero genial, del tenor canario Alfredo Kraus; la entrañable del tenor mejicano Rolando Villazón para la banda sonora de la película Merry Christmas (2005); y la originalísima que incluyó Enya en su trabajo de 2006 Sound of the Season.
 

viernes, diciembre 09, 2011

Medina Sidonia en la Guerra de la Independencia (XXVIII)

Este artículo ha aparecido en el número de 2011 de la revista El Barrio, publicada por el I.E.S. San Juan de Dios de Medina Sidonia. Damos las gracias a sus responsables por permitirnos insertar este fragmento de la misma en nuestro blog.

Convento San Juan de Dios El Barrio 2011

Medina Sidonia en la Guerra de la Independencia (XXVII)


Medina Sidonia, testigo de la ofensiva de final de 1811 contra el Campo de Gibraltar (y IX)

La tercera ofensiva francesa contra el Campo de Gibraltar, en el mes de diciembre, tenía como objeto la conquista de Tarifa y la destrucción del ejército del general Ballesteros. Movilizó a las divisiones de Leval, que avanzó desde Antequera hasta San Roque,  y de Barrois, cuyas brigadas, a las órdenes de los generales Chassereaux y Cassagne, partieron desde Zahara de la Sierra y Ronda, y también a una brigada establecida en las cercanías de Cádiz al mando del general Pecheux. Por su parte, el mariscal Victor dispuso el tren de sitio para cuando estas unidades se reunieran en torno a Tarifa y, como jefe de las operaciones,  adelantó su cuartel general, primero hasta Vejer de la Frontera, y luego, ya iniciado el asedio, hasta la ermita de la Virgen de la Luz.  Contando con que el pésimo tiempo y el temporal de levante desatado mermarían la movilidad y aprovisionamientos por mar del ejército de Ballesteros, atrincherado en el istmo de Gibraltar, así como el apoyo de la marina anglo-española, los franceses se apostaron ante Tarifa el 20 de diciembre bajo las directrices del general Leval y con el general D´Aboville como responsable de la artillería. La población civil de la plaza se refugió en la Isla de las Palomas, y el mariscal de campo Francisco Copons y Navia, jefe de las tropas aliadas, dispuso la defensa. 


Augustin Gabriel d´Aboville (1773-1820)
Abierta una brecha en las murallas de Tarifa, el general Leval conminó a su rendición el 30 de diciembre en medio de un terrible temporal. Al día siguiente se inició el asalto, pero la brecha se reveló insuficiente, y los franceses hubieron de retroceder tras ser severamente castigados. En los días subsiguientes la lluvia incesante obligó al mariscal Victor a ordenar el repliegue, con lo que la operación se saldó con un nuevo fracaso.

El papel que jugaron las tropas francesas establecidas en Medina Sidonia en esta ocasión fue fundamentalmente la de facilitar el aprovisionamiento de las unidades participantes en el sitio. Según refiere con sorna el periódico gaditano El Conciso en su edición de 11 de enero de 1812: “Los víveres les eran enviados desde Medina. El río Barbate les llevó una gran parte, y los expedicionarios quedaron… apurados, sin embargo comían media galleta diaria y… naranjas de la china”.

R. Vidal, La Guerra de la Independencia en torno al Estrecho de Gibraltar, Málaga, Editorial Sarriá, 2008.
J. Romero, Medina Sidonia durante la Guerra de la Independencia (1808-1814), Medina Sidonia, Puerta del Sol, 2011.
A. Grasset, Malaga province française (1811-1812), París, Imprimerie Librairie Militaire, s/f.

viernes, diciembre 02, 2011

La Dama de Shalott



The Lady of Shalott, John William Waterhouse (1888), Tate Gallery, Londres


Conocí la historia de la Dama de Shalott gracias a la versión musicada del poema de Tennyson que incorporó la cantante canadiense Loreena McKennitt a su disco The Visit (1991), un trabajo que reúne temas tan hermosos como los tradicionales “Bonny Portmore” o “Greensleaves”, o el “Tango to Evora”.

El poeta postromántico inglés Lord Alfred Tennyson (1809-1892), que encontraba frecuentemente sus motivos de inspiración en la mitología y la Edad Media, publicó este poema narrativo en 1833 dentro de los dos volúmenes que tituló sencillamente Poems, acogidos con no demasiado entusiasmo por el público, lo que le llevó a un silencio de diez años motivado igualmente por la muerte de su íntimo amigo Arthur Hallan. Luego, el texto sería revisado en 1842.

Cuenta la historia de una dama misteriosa encerrada en una torre gris donde se ocupaba de tejer noche y día un tapiz en el que representaba el mundo (las cercanías de Camelot) tal y como ella lo veía a través de un espejo, pues, presa de alguna maldición, le estaba prohibido contemplarlo desde su ventana (la imagen recuerda poderosamente el mito de la caverna de Platón). Los campesinos que la oían cantar al amanecer la consideraban un hada. Un buen día, la joven contempló al caballero Lancelot en el espejo y quedó prendada de él, dejó su tarea y dirigió la mirada hacia Camelot a través de la ventana. En ese instante, el espejo se rompió, y el tapiz salió volando. La joven se atrevió a salir de la torre y tomó una barca, en cuya proa escribió su nombre, dispuesta a deslizarse por el río hasta llegar al palacio y encontrar a su amado. En su viaje, su dulce canto se iba extinguiendo a la par que su vida. Sólo su cadáver llegó a puerto. 


En la versión discográfica de Loreena McKennitt, de algo más de once minutos, se han eliminado algunas estrofas del poema de 1842 (las señalamos entre corchetes en el texto que sigue). Es habitual que, en sus actuaciones en directo, la cantante incluso lo abrevie algo más. En cualquier caso, es un gozo escuchar su voz angelical acompañada del arpa, la guitarra de Brian Hugues, el bajo de Tom Hazlett, el violonchelo de Anne Bourne y el violín de Hugh Marsh.
 
Part I

On either side the river lie
Long fields of barley and of rye,
That clothe the wold and meet the sky;
And thro' the field the road runs by
To many-tower'd Camelot;
And up and down the people go,
Gazing where the lilies blow
Round an island there below,
The island of Shalott.

Willows whiten, aspens quiver,
Little breezes dusk and shiver
Thro' the wave that runs for ever
By the island in the river
Flowing down to Camelot.
Four gray walls, and four grey towers,
Overlook a space of flowers,
And the silent isle imbowers
The Lady of Shalott.
 

[By the margin, willow-veil'd
Slide the heavy barges trail'd
By slow horses; and unhail'd
The shallop flitteth silken-sail'd
Skimming down to Camelot.
But who hath seen her wave her hand?
Or at the casement seen her stand?
Or is she known in all the land,
The Lady of Shalott?]

Only reapers, reaping early
In among the bearded barley,
Hear a song that echoes cheerly
From the river winding clearly,
Down to tower'd Camelot.
And by the moon the reaper weary,
Piling sheaves in uplands airy,
Listening, whispers "Tis the fairy
Lady of Shalott."

Part II

There she weaves by night and day
A magic web with colours gay.
She has heard a whisper say,
A curse is on her if she stay
To look down to Camelot.
She knows not what the curse may be,
And so she weaveth steadily,
And little other care hath she,
The Lady of Shalott.

And moving thro' a mirror clear
That hangs before her all the year,
Shadows of the world appear.
There she sees the highway near
Winding down to Camelot.
[There the river eddy whirls,
And there the surly village-churls,
And the red cloaks of market girls,
Pass onward from Shalott.

Sometimes a troop of damsels glad,
An abbot on an ambling pad,
Sometimes a curly shepherd-lad,
Or long-hair'd page in crimson clad,
Goes by to tower'd Camelot;]
And sometimes thro' the mirror blue
The knights come riding two and two:
She hath no loyal knight and true,
The Lady of Shalott.

But in her web she still delights
To weave the mirror's magic sights,
For often thro' the silent nights
A funeral, with plumes and lights
And music, went to Camelot:
Or when the moon was overhead,
Came two young lovers lately wed;
"I am half-sick of shadows," said
The Lady of Shalott.
 
Archivo:John William Waterhouse - I am half-sick of shadows, said the lady of shalott.JPG
"I am Half-Sick of Shadows", said The Lady of Shalott, John William Waterhouse (1916), Art Gallery of Ontario, Toronto

Part III

A bow-shot from her bower-eaves,
He rode between the barley-sheaves,
The sun came dazzling thro' the leaves,
And flamed upon the brazen greaves
Of bold Sir Lancelot.
A redcross knight for ever kneel'd
To a lady in his shield,
That sparkled on the yellow field,
Beside remote Shalott.

[The gemmy bridle glitter'd free,
Like to some branch of stars we see
Hung in the golden Galaxy.
The bridle-bells rang merrily
As he rode down to Camelot.
And from his blazon'd baldric slung
A mighty silver bugle hung,
And as he rode his armour rung,
Beside remote Shalott.

All in the blue unclouded weather
Thick-jewell'd shone the saddle-leather,
The helmet and the helmet-feather
Burn'd like one burning flame together,
As he rode down to Camelot.
As often thro' the purple night,
Below the starry clusters bright,
Some bearded meteor, trailing light,
Moves over still Shalott.]

His broad clear brow in sunlight glow'd;
On burnish'd hooves his war-horse trode;
From underneath his helmet flow'd
His coal-black curls as on he rode,
As he rode down to Camelot.
From the bank and from the river
He flash'd into the crystal mirror,
"Tirra lirra," by the river
Sang Sir Lancelot.

She left the web, she left the loom,
She made three paces thro' the room,
She saw the water-lily bloom,
She saw the helmet and the plume,
She look'd down to Camelot.
Out flew the web and floated wide;
The mirror crack'd from side to side;
"The curse is come upon me," cried
The Lady of Shalott.

Part IV

In the stormy east-wind straining,
The pale-yellow woods were waning,
The broad stream in his banks complaining,
Heavily the low sky raining
Over tower'd Camelot.
Down she came and found a boat
Beneath a willow left afloat,
And round about the prow she wrote
The Lady of Shalott.

And down the river's dim expanse-
Like some bold seër in a trance,
Seeing all his own mischance-
With a glassy countenance
Did she look to Camelot.
And at the closing of the day
She loosed the chain, and down she lay;
The broad stream bore her far away,
The Lady of Shalott.

[Lying, robed in snowy white
That loosely flew to left and right-
The leaves upon her falling light-
Thro' the noises of the night
She floated down to Camelot.
And as the boat-head wound along
The willowy hills and fields among,
They heard her singing her last song,
The Lady of Shalott.]

Heard a carol, mournful, holy,
Chanted loudly, chanted lowly,
Till her blood was frozen slowly,
And her eyes were darken'd wholly,
Turn'd to tower'd Camelot;
For ere she reach'd upon the tide
The first house by the water-side,
Singing in her song she died,
The Lady of Shalott.

Under tower and balcony,
By garden-wall and gallery,
A gleaming shape she floated by,
A corse between the houses high,
Silent into Camelot.
Out upon the wharfs they came,
Knight and burgher, lord and dame,
And round the prow they read her name,
The Lady of Shalott.

Who is this? and what is here?
And in the lighted palace near
Died the sound of royal cheer;
And they cross'd themselves for fear,
All the knights at Camelot.
But Lancelot mused a little space;
He said, "She has a lovely face;
God in his mercy lend her grace,
The Lady of Shalott."

*
The Lady of Shalott, G. E. Robertson (1900). Ubicación desconocida

Traducción de Sabrina Giménez Espinosa

I parte

A ambos lados del río se despliegan
anchos campos de cebada y centeno,
que decoran la tierra y se reúnen con el cielo;
y a través del campo se extiende el camino
que va hacia las torres de Camelot;
y la gente va y viene,
contemplando el lugar donde se balancean los lirios
alrededor de la isla de allí abajo,
la isla de Shalott.

Los sauces palidecen, tiemblan los álamos,
las leves brisas se ensombrecen y tiemblan
en las olas que discurren sin cesar
por el río que rodea la isla
fluyendo hacia Camelot.
Cuatro muros grises y cuatro torres grises,
dominan un lugar rebosante de flores,
y la silenciosa isla aprisiona
a la Dama de Shalott.

Por la orilla, cubiertas por los sauces,
se deslizan las pesadas barcazas
tiradas por lentos caballos; e ignorada
navega la chalupa con revoltosa vela de seda
rasurando las aguas hacia Camelot;
pero, ¿quién la ha visto agitando su mano?
¿O asomada en el marco de la ventana?
¿Acaso es conocida en todo el reino
la Dama de Shalott?

Sólo los segadores, segando temprano
entre la espesura de cebada,
escuchan un canto que resuena vivamente
desde el río transparente que serpea,
hacia las torres de Camelot.
Y a la luz de la luna, el cansado segador,
apilando los fajos en aireadas mesetas,
al escucharla, murmura: "Es el hada
Dama de Shalott".

II parte

Allí, noche y día, teje
un mágico lienzo de alegres colores.
Ha oído un susurro advirtiéndole
que una maldición caerá sobre ella
si mira hacia Camelot.
Desconoce el tipo de que maldición es,
y debido a ello teje sin parar,
sin preocuparse de nada más,
la Dama de Shalott.

Y moviéndose a través de un cristalino espejo
colgado todo el año ante ella,
aparecen las tinieblas del mundo.
Ve la cercana calzada
discurriendo hacia Camelot;
ve los arremolinados torbellinos del río,
los rudos patanes pueblerinos,
y las capas rojas de las muchachas,
provenientes de Shalott.

A veces, un grupo de alegres damiselas,
un abad deambulando,
a veces, un pastorcillo con bucles en el pelo,
o un paje con melena y vestido carmesí,
van hacia las torres de Camelot.
Y a veces, a través del azul espejo
los caballeros vienen cabalgando en pares.
No tiene un caballero leal y franco,
la Dama de Shalott.

Pero aún gozando en tejer
en su lienzo las visiones del mágico espejo,
-cuando a menudo en las noches silenciosas
un funeral, con velas, penachos
y música, se dirigía hacia Camelot;
o cuando la luna estaba en lo alto,
y llegaban dos amantes recién casados-
"Cansada estoy de las sombras",
dijo la Dama de Shalott.

III parte

A tiro de arco de su alero,
cabalgaba entre los fajos de cebada,
el sol resplandecía por entre las hojas,
y llameó en las grebas de bronce
del intrépido Lanzarote.
Un cruzado de rodillas para siempre
ante una dama en su escudo,
que resplandecía entre los dorados campos,
cercanos a la remota Shalott.

Las engarzadas bridas brillaban libres,
como las ramificaciones estelares que vemos
suspendidas en la áurea Galaxia.
Alegres resonaban los cascabeles
mientras él cabalgaba hacia Camelot;
y de su ostentoso tahalí colgaba
un poderoso clarín de plata,
y al galope su armadura repicaba,
cerca de la remota Shalott.

Bajo el azul del despejado día
brillaba la lujosa montura de cuero,
el yelmo junto con su pluma
ardían juntos en una única llama,
mientras él cabalgaba hacia Camelot.
Como suele suceder en la purpúrea noche,
bajo radiantes constelaciones,
algunos meteoros, trayendo una estela de luz
gravitan sobre la apacible Shalott.

Su frente clara y amplia resplandecía al sol;
con cascos bruñidos pisaba su caballo;
bajo el yelmo flotaban sus rizos
negros como el carbón mientras cabalgaba,
mientras cabalgaba hacia Camelot.
Desde la orilla y el río
Brilló en el cristalino espejo,
"Tirra lirra", por el río
cantaba Sir Lancelot.

Ella dejó el lienzo, dejó el telar,
dio tres pasos por la habitación,
vio florecer el lirio en el agua,
vio la pluma y el yelmo,
y miró hacia Camelot.
La tela salió volando y ondeó en el vacío;
El espejo se quebró de lado a lado;
"la maldición cae sobre mí", gritó
la Dama de Shalott.


Archivo:The Lady of Shallot Looking at Lancelot.jpg
The Lady of Shalott Looking at Lancelot, John William Waterhouse (1894) , Leeds Art Gallery
IV parte

Tensos, bajo el tormentoso viento del este,
los dorados bosques empalidecían,
la corriente gemía en la ribera,
el cielo encapotado llovía fuertemente
sobre las torres de Camelot.
Ella descendió y halló una barca
flotando junto al tronco de un sauce,
y alrededor de la proa escribió
"La Dama de Shalott".

Y en la oscura extensión río abajo
-como un audaz vidente en trance,
contemplando su infortunio-
con turbado semblante
miró hacia Camelot.
Y al final del día
la amarra soltó, dejándose llevar;
la corriente lejos arrastró
a la Dama de Shalott.

Yaciendo, vestida con níveas telas
ondeando sueltas a los lados
-cayendo sobre ella las ligeras hojas-
a través de los susurros nocturnos
navegó río abajo hacia Camelot.
Y yendo su proa a la deriva
entre campos y colinas de sauces,
oyeron cantar su última canción,
a la Dama de Shalott.

Escucharon una tuna, lastimera, implorante,
tanto en voz alta voz como en voz baja,
hasta que su sangre se fue helando lentamente,
y sus ojos se oscurecieron por completo,
vueltos hacia las torres de Camelot.
Y es que antes de que fuera llevada por la corriente
hacia la primera casa junto a la orilla,
murió cantando su canción,
la Dama de Shalott.

Bajo torres y balcones,
por muros de jardín y tribunas,
con brillante esbeltez pasó flotando,
entre las casas, pálida como la muerte
y silenciosa por Camelot.
A los muelles acudieron,
caballeros y burgueses, damas y lores,
y en torno a la proa su nombre leyeron,
La Dama de Shalott.

¿Quién es? ¿Y qué hace aquí?
Y junto al iluminado palacio,
cesaron los sones de vitoreo real;
y temerosos se persignaron
todos los caballeros de Camelot.
Pero Lancelot se quedó pensativo;
dijo, "Tiene un rostro hermoso;
Dios, en su bondad, la llenó de gracia,
a la Dama de Shalott".

Como era de esperar, esta leyenda interesó grandemente a los pintores de la Hermandad Prerrafaelita, tan preocupados en la imbricación de la poesía romántica y la pintura. John Everet Millais y William Holman Hunt, miembros fundadores del grupo junto a Dante Gabriel Rossetti, dedicaron algunas de sus obras a la misteriosa dama, aunque quizá sean las pinturas sobre el tema de John William Waterhouse, pertenecientes a su segunda etapa, las más conocidas. He aquí un precioso vídeo de giverny122 que nos permite conocer algunas de las pinturas relativas al tema.



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