sábado, mayo 02, 2009

Etnografía (II)



















Sobre cacharros y alfareros asidonenses (II)


Resulta una auténtica joya como documento etnográfico sobre la vida de los alfareros de Medina a finales del XIX el fragmento escrito por el Doctor Thebussem en su artículo “Ordenanzas municipales[1]” (1871) que a continuación transcribimos:
De los gremios es de lo que no queda ni vestigio. Existe, sí, una especie de confraternidad digna de estudio entre los alfareros de Medina Sidonia, oficio que parece como vinculado y hereditario en cierto número de familias. Creo que los dedicados a esta industria se diferencian por casta de los otros moradores de dicha ciudad. Más que a la raza de Castilla se asemejan a la que puebla el otro lado del Estrecho de Gibraltar. Habitan en el extremo del barrio de San Sebastián, que se halla separado un kilómetro de la ciudad; es decir, que moran en un arrabal de los arrabales. Las alfarerías conservan el tipo de producción morisca, hallándose todas ellas viejas, desmanteladas y ruinosas. El nogal, la parra o la higuera suelen crecer en las puertas de aquellas miserables viviendas, que tienen cierta analogía con la jaima del árabe o con la cabaña del malayo. Allí ves la misma rueda de alfarero de los tiempos bíblicos, sin mejora, ni perfección, ni adelanto; en las toscas vasijas, construidas en tu presencia con rigurosa igualdad matemática, notarás el mismo tipo y corte, la misma estructura y proporciones, el completo facsímile, la vera efigies, del cacharro fenicio, romano, godo o árabe que acaba de hallarse en un antiguo sepulcro o en profunda excavación. Y es tan primitivo el rudo sistema de construir y conservan tan vivas las costumbres de remotas edades, que el alfarero medinés apenas hace uso del dinero ni se aprovecha de las ventajas de la moneda. Verás el sistema: llega el día de deshornar, y con algunas horas de anticipación van apareciendo en el patio de la fábrica, como buitres que han divisado carne, numerosos acreedores: el del barro, el del “alcohol”, el de la leña…, acompañados de panaderos, tenderos, taberneros, etc., etc. Es una especie de concurso al aire libre, sin trámites judiciales, sin cadí, ni juez, ni cartulario, ni papel sellado. Cada uno hace presa y forma montón para cobrar en especie; siempre falta, es decir, siempre sale alcanzado el fabricante. A éste poco le importa; los acreedores son los que disputan y gruñen como perros que litigan un hueso. Con la impavidez de un estoico presencia el alfarero aquella partija; para él no hay motivo de pena ni de apuro, puesto que el panadero vuelve a dar pan y el de la taberna vuelve a fiar el vino. Se come, se bebe, se fuma, se descansa y se fija el día de la partida de caza, caza que se verifica sin pólvora, sin caballos, sin flechas y sin aves de altanería. Perros y hurones, palos y azadas…, y al campo. Los podencos levantan un conejo y, si se les escapa, señalan la madriguera; suéltase el hurón y, no dando resultado tampoco, comienza el verdadero lance, el bello ideal de la cacería, que es la destrucción del escondite del animal hecha con azadas. Remuévense metros y metros de tierra, se cava, se ahonda, se siguen las sinuosidades de la galería subterránea con un afán, con una habilidad, con una inteligencia y con un vértigo de alegría que espantan; hasta hallar al tímido gazapo, que muere a palos o en la boca de los perros. El sistema no puede ser más trivial ni más primitivo: es la teoría de cortar el árbol para coger la fruta. Si las habitaciones del conejo quedan deshechas, eso no importa; ellos labrarán otras (me decían); estas casas son baratas, pues no necesitan ni albañiles, ni carpinteros, ni cal, ni arena, ni madera, ni ladrillos.
¡Cuántas veces… en las fastuosas cacerías dadas por Napoleón III en Compiègnes, por el opulento Salamanca en Llanos, o por el egregio Duque de Rutland en sus extensos parques de Escocia, nos valíamos de azores, neblíes y gerifaltes; cuántas veces, repito, en estas y análogas partidas de reyes, príncipes y magnates, a las cuales he tenido la honra de asistir, me acordaba con placer y con envidia de la azada y del hurón del alfarero medinés! ¡Cuántas veces al regresar a los castillos y palacios y al sentarme a mesa lujosa y espléndidamente servida, bajo la dirección de maestros tan hábiles como mis buenos amigos Julio Gouffé o León Canivet, lumbreras de la cocina moderna, he recordado la bota de vino tinto y la exquisita salsa de la hambre, que nos hacía hallar deliciosos el pan, queso, rábanos y aceitunas que devorábamos tendidos sobre palmas, lentiscos y maleza de Wad-el-bacar o de los Almeriques![2]
Perdona la digresión, y tornemos a nuestros alfareros. A los ocho días de descanso, de fiesta y de culto a Baco, vuelven a preparar el barro, a hacer girar su rueda y a encender sus hornos; de nuevo aparecen los acreedores cobrando sus créditos en frágiles cacharros; es decir, que todo se repite por turno riguroso… Apuntaré otro rasgo característico de nuestro artesano o fabricante, o como se llame. Lleva en sus hombros al compañero que fallece, y cava la fosa y lo entierra. Ofréceles un puñado de oro, el mejor hurón, el más fino podenco; proponles no más que carguen con el cadáver del que no fue de su oficio… Ni la cara que ponen puedo yo pintártela; ni la respuesta que dan, escribírtela. Te aconsejo, sí, que a villanos de navaja y garrote no hables nunca, ni aun en broma, de cosa con que puedan ofenderse o incomodarse.


[1] M. Pardo de Figueroa, Primera ración de artículos, Madrid, 1892, pp. 337-348.
[2] Huelvacar y Los Almeriques son fincas del término de Medina Sidonia.

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