lunes, abril 06, 2009

José Emilio Pardo (II)


















José Emilio Pardo, teniente de la fragata Numancia, narra el encuentro con los indios de la Patagonia (1865)

 
"El día 14 a las tres de la tarde, hallándonos ocupados en una faena de mar, vimos humo en la playa, y poco después cinco salvajes armados de arcos que nos daban grandes voces y que agitaban por el aire sus escasos vestidos. No nos fue posible comunicar con ellos por la ocupación en que nos hallábamos. Al día siguiente a las ocho de la mañana se presentaron hasta diez y, después de hacer fogatas, empezaron a gritar; enseguida se embarcaron cinco en una piragua y se dirigieron a bordo. Yo salí a su encuentro en un bote, pero ellos se volvieron a tierra siempre voceando y haciéndome señas de que desembarcara; mas como para hacerlo había que cruzar la barra de un río que yo no conocía, y además no llevábamos armas, y ellos tenían las suyas, les hice seña de que no podía pasar con el bote, les enseñé un pañuelo blanco y me volví a la fragata. Entonces me siguieron y atracaron a nuestro barco con muestras de tener miedo. Se les dio tabaco, aguardiente y una chaqueta, con lo cual se tranquilizaron, y como suspensos y embobados subieron tres a la Numancia.
Son estos patagones de mediana estatura, pero bien hechos, y tienen el tipo de los indios de Méjico y Yucatán; color cobrizo y cabello largo. En este clima, el más riguroso del mundo, andan completamente desnudos y sólo se cubren con una piel de guanaco, que es semejante a la del venado pero más fina y muy bien adobada. Las armas que traían eran la honda, flecha con punta de piedra y lanza con punta de hueso arponada, sujetas por tiras de cuero. Su piragua era de corcho y pieles, y en el fondo una pequeña hoguera rodeada de tierra y hierbas para no incendiar la embarcación.

Ya a bordo tomaban todo lo que se les daba, y al que parecía jefe de ellos, que traía la cara pintada de rojo, me ocurrió ponerle unos pantalones, una levita y un sombrero de copa alta. Su alegría fue extraordinaria, y los dos compañeros mostraron tanta pena que tuvimos necesidad de equiparlos del mismo modo (…) Les toqué la flauta y se pusieron a bailar; uno de ellos golpeó un armonium con el dedo, y cuando le dimos viento y sonó, se alegró tanto que no quería levantar la mano del instrumento. Costó gran porfía que entrasen en la cámara del comandante, pues indicaban que allí los iban a matar; al fin entraron y se serenaron, se miraron al espejo, y al hallarse con la ridícula vestimenta de la levita, uno de ellos estuvo largo rato contemplándose, luego extendió las manos hacia su imagen y pronunció un largo discurso, sobre cuya doctrina, como usted comprenderá, nos quedamos todos en ayunas (...)"


(Extraído de su Diario de Navegación, 3 de mayo de 1865)

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